Hoy
es Día del Maestro, y lo que siento no es exactamente celebración, sino
memoria. Porque en el Perú ser maestro no es sólo una profesión; es una forma
lenta de desaparecer. Te borra el sistema con contratos temporales que duran
menos que una estación del año, te borra el Estado con su burocracia sin alma,
te borra la indiferencia social que aplaude el discurso, pero niega el
presupuesto, y te borra también la costumbre, esa costumbre que naturaliza la
miseria como si fuera parte del mobiliario escolar.
Nadie
suele hablar de quienes enseñan en silencio, de quienes madrugan cuando aún no
ha salido el sol para cruzar cerros y ríos, con los cuadernos apretados contra
el pecho y el alma un poco vencida por las cuentas, por el dolor de no llegar a
fin de mes, pero con la esperanza intacta. Nadie habla de esa maestra que se
sienta en una piedra a dar clases porque el colegio se cayó con el último sismo
y aún no lo han reconstruido. Nadie menciona al profesor que, con su celular de
gama baja, transmite por WhatsApp audios explicando divisiones a sus estudiantes,
porque en su comunidad no hay señal ni tablets ni conectividad, pero sí hay
ternura, sí hay voluntad, sí hay una pedagogía de la entrega que ningún
Ministerio puede diseñar.
Y,
sin embargo, seguimos. Seguimos enseñando porque, más allá del salario y del
reconocimiento, más allá de las pruebas estandarizadas y de los informes que
nadie lee, sabemos que lo que hacemos no es solo transmitir contenidos, sino de
sostener la dignidad humana. Ser maestro, en este país, es resistir. Es mirar a
los ojos a un niño que llega con hambre y decirle con ternura que puede, que
vale, que tiene derecho a soñar. Es escribir en su alma, con tiza, con palabras
e incluso con silencios, la certeza de que su vida importa, aunque todo a su
alrededor le diga lo contrario.
En
un país donde se pretende evaluar la educación con rúbricas impuestas y
métricas que ignoran la desigualdad estructural, ser maestro es, en muchos
sentidos, un acto subversivo. Es negarse a reducir el aula a un espacio de
instrucción tecnocrática. Es insistir en que el amor también enseña, que la
empatía también transforma, que el pensamiento crítico es más importante que la
memorización vacía. Es apostar por una pedagogía que no domestique, sino que
despierte. Por una escuela que no forme empleados obedientes, sino ciudadanos
capaces de cuestionar el mundo y rehacerlo con justicia.
Por
eso, hoy no celebro con bombos ni con discursos prefabricados. Hoy abrazo.
Abrazo a cada maestra que enseña con el corazón herido, a cada maestro que no
renuncia, aunque le nieguen todo. Abrazo a quienes educan sin aplausos, sin
cámaras, sin horarios razonables, pero con la certeza de que la educación puede
salvarnos. Porque sí, educar, en estos tiempos, es un acto radical de
esperanza. Y quizá, también, una de las pocas formas de ternura que aún nos
quedan.