Un
día como hoy, 14 de junio de 1894, nació en Moquegua un niño que, pese a las
limitaciones físicas que marcaron gran parte de su existencia, se convertiría
en uno de los pensadores más íntegros de América Latina y, sin lugar a dudas,
en la conciencia más aguda, sensible y radical que ha tenido el Perú en su larga
y compleja historia republicana: José Carlos Mariátegui, cuya vida breve, pero
intensamente vivida, sigue siendo una interpelación a quienes desean no solo
describir la realidad, sino transformarla desde sus fundamentos.
Pensar
al Perú desde adentro —y no como un objeto exótico o una curiosidad
estadística— ha sido siempre un ejercicio incómodo, muchas veces evitado por
quienes, desde las alturas del poder o desde la comodidad del saber académico,
han preferido importar teorías sin preguntarse si éstas dialogan o no con la
complejidad y la herida abierta que es nuestro país. Mariátegui, sin embargo,
eligió otra ruta: la ruta del pensamiento crítico, ese que no se aprende en los
manuales ni se reproduce en las cátedras asépticas, sino que brota del contacto
directo con la historia, con las injusticias vividas y con la esperanza
colectiva aún por construir.
No
fue un pensador de escritorio ni un compilador de ideas ajenas: fue un creador
de pensamiento desde el dolor, desde el hambre, la miseria y el amor por un
país profundamente fragmentado. Cuando propuso un marxismo “heroico y creador”,
no lo hacía desde el gesto retórico, sino desde la convicción de que ninguna
teoría vale la pena si no se contamina con la sangre, con el barro y con el
aliento de los pueblos que se pretende comprender. Frente a los repetidores de
doctrinas extranjeras, frente a los ideólogos de café, Mariátegui se atrevió a
decir que el Perú no era Europa, que nuestra revolución no podía ser copia ni
calco, y que el sujeto transformador no sería sino el indígena, el campesino,
el pueblo olvidado.
En
su obra capital, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana,
no nos ofrece un tratado cerrado ni una fórmula aplicable, sino un intento
valiente de leer el Perú con los ojos bien abiertos, sin anestesias, sin
eufemismos, sin el velo con el que tantas veces se ha querido ocultar la
crudeza de nuestras relaciones sociales. Habla del gamonalismo, no como un
concepto abstracto, sino como una estructura viva de poder que somete, aplasta
y perpetúa la desigualdad. Habla del problema del indio, no como un “tema
nacional” sino como el síntoma más profundo del fracaso del Estado peruano para
integrar sin violentar, para reconocer sin asimilar, para convivir sin
exterminar.
Y
si bien podría creerse que su pensamiento pertenece al pasado, lo cierto es que
la vigencia de Mariátegui se vuelve casi inevitable cuando miramos el presente
con objetividad: seguimos siendo un país que se enorgullece de sus indicadores
macroeconómicos mientras permite que miles de escuelas rurales funcionen sin
agua ni docentes estables; seguimos levantando discursos sobre la inclusión
mientras los pueblos originarios deben marchar cientos de kilómetros para
exigir lo que la ley ya les reconoce; seguimos hablando de democracia mientras
criminalizamos la protesta y tratamos como enemigos a quienes nos recuerdan
nuestras deudas históricas.
En
este contexto, recordar a Mariátegui no puede reducirse solo a una
conmemoración vacía, ni a una publicación de sus fotos y sus frases célebres.
Recordarlo, en serio, es asumir el reto de pensar desde el conflicto, desde lo
no resuelto, desde lo que incomoda y lo que duele. Es resistirse a la
domesticación del pensamiento y a la neutralización sistemática y simbólica de
sus planteamientos. Es volver a preguntarnos, con radicalidad y ternura a la
vez, por qué seguimos siendo un país con tantas capas superpuestas que no
terminan de encontrarse, con una modernidad que flota sobre un subsuelo de
exclusión que nunca ha dejado de doler.
Quizá
por eso su figura molesta tanto como inspira: porque nos obliga a elegir entre
el pensamiento funcional, que adorna los discursos institucionales, y el
pensamiento crítico, que pone el dedo en la llaga, que señala los privilegios,
que rompe los consensos cómodos. Y eso, en tiempos donde la neutralidad es
celebrada como virtud y el pensamiento crítico es acusado de ideologizado,
convierte a Mariátegui no solo en un referente histórico, sino en un farol
encendido en medio de una niebla política e intelectual que parece no
disiparse.
Pensar
desde Mariátegui, o incluso contra él, pero en su misma sintonía profunda,
implica recuperar una actitud: la de quien no se resigna a que el Perú sea solo
una promesa incumplida, un archipiélago de intereses desconectados, un país sin
proyecto colectivo. Implica, también, aceptar que la transformación no será
tarea de tecnócratas ni de consultores, sino de una sociedad pensante,
organizada y capaz de luchar por una verdadera transformación de este país tan
diverso como golpeado.
Hoy,
más que nunca, su palabra nos desafía no a repetirla, sino a reinventarla desde
las nuevas luchas, desde los nuevos rostros de la exclusión, desde las nuevas
preguntas que claman por respuestas nacidas en nuestras entrañas, no en los
márgenes de una hoja de cálculo. Porque, como él mismo escribió, el Perú es más
que una geografía o una economía: es una esperanza herida que espera ser
redimida por quienes tengan el coraje de pensarla y el compromiso de
transformarla.
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