domingo, 6 de julio de 2025

Lo que no se dice en el Día del Maestro: Reflexiones desde la precariedad y la resistencia



No sé si hoy corresponde felicitar. No sé si basta con decir “feliz día” a quien ha hecho de la enseñanza una forma de vida y de resistencia, a quien sostiene la escuela desde el anonimato de un aula olvidada por el Estado, desde la precariedad, desde el cansancio, desde la vocación convertida en trinchera frente a un sistema que todo lo convierte en cifras, en productividad, en resultados medibles, como si la educación fuera una línea de ensamblaje y no un vínculo humano, una esperanza compartida.

Hoy es Día del Maestro, y lo que siento no es exactamente celebración, sino memoria. Porque en el Perú ser maestro no es sólo una profesión; es una forma lenta de desaparecer. Te borra el sistema con contratos temporales que duran menos que una estación del año, te borra el Estado con su burocracia sin alma, te borra la indiferencia social que aplaude el discurso, pero niega el presupuesto, y te borra también la costumbre, esa costumbre que naturaliza la miseria como si fuera parte del mobiliario escolar.

Nadie suele hablar de quienes enseñan en silencio, de quienes madrugan cuando aún no ha salido el sol para cruzar cerros y ríos, con los cuadernos apretados contra el pecho y el alma un poco vencida por las cuentas, por el dolor de no llegar a fin de mes, pero con la esperanza intacta. Nadie habla de esa maestra que se sienta en una piedra a dar clases porque el colegio se cayó con el último sismo y aún no lo han reconstruido. Nadie menciona al profesor que, con su celular de gama baja, transmite por WhatsApp audios explicando divisiones a sus estudiantes, porque en su comunidad no hay señal ni tablets ni conectividad, pero sí hay ternura, sí hay voluntad, sí hay una pedagogía de la entrega que ningún Ministerio puede diseñar.

Y, sin embargo, seguimos. Seguimos enseñando porque, más allá del salario y del reconocimiento, más allá de las pruebas estandarizadas y de los informes que nadie lee, sabemos que lo que hacemos no es solo transmitir contenidos, sino de sostener la dignidad humana. Ser maestro, en este país, es resistir. Es mirar a los ojos a un niño que llega con hambre y decirle con ternura que puede, que vale, que tiene derecho a soñar. Es escribir en su alma, con tiza, con palabras e incluso con silencios, la certeza de que su vida importa, aunque todo a su alrededor le diga lo contrario.

En un país donde se pretende evaluar la educación con rúbricas impuestas y métricas que ignoran la desigualdad estructural, ser maestro es, en muchos sentidos, un acto subversivo. Es negarse a reducir el aula a un espacio de instrucción tecnocrática. Es insistir en que el amor también enseña, que la empatía también transforma, que el pensamiento crítico es más importante que la memorización vacía. Es apostar por una pedagogía que no domestique, sino que despierte. Por una escuela que no forme empleados obedientes, sino ciudadanos capaces de cuestionar el mundo y rehacerlo con justicia.

Por eso, hoy no celebro con bombos ni con discursos prefabricados. Hoy abrazo. Abrazo a cada maestra que enseña con el corazón herido, a cada maestro que no renuncia, aunque le nieguen todo. Abrazo a quienes educan sin aplausos, sin cámaras, sin horarios razonables, pero con la certeza de que la educación puede salvarnos. Porque sí, educar, en estos tiempos, es un acto radical de esperanza. Y quizá, también, una de las pocas formas de ternura que aún nos quedan.


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